Este
20 de noviembre nos encontramos, de
nuevo, frente a la Revolución Mexicana o, para ser más
exactos, frente a
su memoria, puesto que el gran acontecimiento político que
marcó al grueso del Siglo XX mexicano hace tiempo que dejó
de tener vitalidad
y hoy es, básicamente, recuerdo y, sobre todo, herencia.
En efecto, los grandes temas que hoy constituyen la agenda
política de nuestro país están planteados y se desarrollan no como
prolongación del gran movimiento político, social, económico
y cultural que cimbró
a la nación entre 1911 y 1916, sino, en parte,
como una reacción contra la herencia que dejó ese movimiento.
Los temas que están en el centro del debate y de la lucha
política mexicana actual son, por lo menos, cuatro grandes
procesos. El primero es la reforma del Estado -que, en
nuestro caso, es
básicamente el cambio de régimen- y que busca transformar
precisamente el sistema de gobierno que México heredó de
su revolución de
principio de siglo. El segundo proceso, muy ligado con el anterior, lo constituye la reconstrucción, de arriba
abajo, del edificio
jurídico, del sentido de lo legal y lo justo, pues
para todo propósito práctico el Estado de Derecho es hoy
inexistente en México y su lugar lo ocupa la discrecionalidad
de sus autoridades
y una corrupción rampante; la sociedad está a
merced de las decisiones de los individuos en posiciones
de poder -del policía
al Presidente- y que poco tienen que ver con la letra
y menos con el espíritu de la ley. En tercer lugar, está
el acelerado proceso de globalización, es decir, de apertura e
integración de nuestro país a las grandes corrientes mundiales
de mercaderías (incluidas
las drogas prohibidas), de capitales y migración (documentada e indocumentada). Finalmente, un cuarto
gran proceso se centra
en el debate y la lucha producto de los efectos
acumulados de los fenómenos económicos sobre regiones,
clases y grupos sociales;
la acumulación de capital se da hoy en un contexto
de concentración aguda de riqueza y pobreza, de polarización,
de crecimiento de la masa de mexicanos que viven en el filo de
la navaja.
¿Qué significado tiene la Revolución Mexicana frente a
los grandes problemas
y desafíos que conforman la agenda política del
fin de siglo mexicano? La respuesta es contradictoria.
Por un lado, la "revolución
ideal" -el espíritu que la animó- aún puede ser
fuente de inspiración y ahí está el movimiento zapatista
de Chiapas como botón
de muestra. Sin embargo, por otro lado, no se puede
negar que la "revolución real", la que realmente
ocurrió y no la imaginada
ni la del discurso, resultó ser, en mayor o menor medida,
una de las causas de los problemas mal resueltos o simplemente
no resueltos, a los
que nos enfrentamos hoy y que hacen de la vida colectiva mexicana una experiencia llena de frustraciones y
peligros. Veamos con detalle esta afirmación.
El cambio de régimen.- En 1910, la rebelión encabezada
por Francisco I.
Madero fue un llamado al sentido de la dignidad de los
mexicanos para poner fin a un sistema político antidemocrático,
cerrado, oligárquico, humillante, donde sólo los pocos
podían "hacer política", y siempre en beneficio propio o
del pequeño grupo al
que pertenecían.
La violencia que se inició en 1910 fue el recurso ciudadano
de última instancia
para confrontar una situación donde el discurso
oficial hacía constantes referencias a los grandes valores
que guiaban la conducta
del presidente Díaz y su gobierno, pero donde
en realidad dominaba lo contrario: falta de respeto a los
derechos individuales
-su vigencia dependía de las circunstancias-, nula
efectividad del voto -no había ciudadanos, sólo súbditos-
y una corrupción y abuso del poder sistemáticos.
El levantamiento contra Díaz se hizo en nombre de los
principios democráticos y morales contenidos en las constituciones
del Siglo XIX y nunca aplicados. Sin embargo, una vez que
el nuevo régimen
se institucionalizó, no fue la democracia ni la ética las
que emergieron, sino un régimen autoritario más refinado
que el del pasado:
menos personalizado, más eficaz e igualmente corrupto. El lugar que una vez ocupara un dictador benévolo le fue entregado
a un partido de masas
(y de Estado) y a una Presidencia sin otro
límite que la no reelección, condición necesaria para
institucionalizar la renovación y evitar la esclerosis
que había acabado
con el porfiriato.
El fracaso de la Revolución como movimiento democrático
ha hecho necesario,
desde hace tiempo, que una buena parte de la
energía colectiva de México se gaste no en tareas constructivas,
sino en superar los obstáculos que los intereses creados
han puesto para evitar que se haga realidad la demanda que hace 87 años
se plasmó en el Plan
de San Luis, que el sufragio sea efectivamente la
fuente inicial e imprescindible de la autoridad.
La justicia.- Aunque no sin esfuerzo, Díaz logró eliminar
los intentos que los liberales triunfantes hicieron por construir
un sistema judicial
independiente.
La Revolución nunca se propuso realmente rescatar la
independencia del Poder Judicial. La procuración de justicia
del nuevo régimen
fue un proceso enteramente subordinado a las
consideraciones políticas de la Presidencia, y esa institución
tampoco permitió que los jueces marcharan por el camino
de la autonomía.
No tuvo que invertir mucho esfuerzo para lograrlo, pues
la ausencia de un auténtico Poder Legislativo evitó que
la independencia
de la Suprema Corte tuviera una base política y social.
Sin más vigilancia que la del Presidente, procuradores
y jueces entraron
-o más bien continuaron- en la espiral que ha hecho de la
justicia el desastre que es hoy. El indignado manifiesto
que la Suprema Corte
acaba de publicar contra las interferencias del procurador ("Reforma", 7 de noviembre) se topó con
una sociedad que no
da crédito a ninguna de las dos partes y que apenas si espera
que un Poder Legislativo que apenas se estrena en la independencia,
genere las iniciativas y la energía para iniciar una limpieza
tan necesaria como
la que Hércules hizo en los establos del rey Augías.
Nacionalismo y globalidad.- El nacionalismo fue una de
las grandes fuerzas
que impulsaron a, y fueron impulsadas por, la
Revolución Mexicana. Fue ese un nacionalismo que se enfrentó
a las potencias europeas,
pero, sobre todo, a Estados Unidos.
Hoy, el signo de los tiempos es la globalidad, la apertura
de los mercados,
la universalidad de los valores y la cultura. El
nacionalismo revolucionario, que siempre fue más radical
en el discurso que
en la realidad, es hoy visto por las elites políticas y económicas como una reliquia y un obstáculo para ganar el
futuro, futuro que
en buena medida pasa por la integración de nuestra
economía a la de Estados Unidos.
Del nacionalismo económico revolucionario casi lo único
que queda es la defensa
de Pemex, pero es una tarea que se dificulta
por la historia de corrupción en gran escala de la empresa
paraestatal. Hace tiempo que el nacionalismo político,
basado en el principio
de no intervención, terminó por ser casi la defensa de la
clase política mexicana frente a las críticas y el escrutinio
del exterior. Sin
embargo, valores globales como la democracia, los derechos humanos o la defensa del medio ambiente, ya no retroceden
ante la invocación de la soberanía y la autodeterminación,
como lo pudo comprobar
el Presidente en su reciente viaje a Francia, donde
chocó con los defensores internacionales de los derechos
humanos. El nacionalismo
cultural tuvo su mejor momento hace muchos años, y no todo en él fue positivo, pues en parte fue usado para presentar
en muros y pantallas una Revolución Mexicana más generosa
y exitosa de lo que
en realidad era.
La justicia social.- El grito más profundo y ético que
lanzó la Revolución no fue el de "sufragio efectivo y no reelección",
sino el de "Tierra
y Libertad", es decir, justicia social y dignidad.
Ese fue el sentido histórico de fondo del movimiento
revolucionario: la demanda de poner fin a la herencia de
una sociedad conquistada,
explotada, discriminada y humillada desde el
siglo XVI. Ese fue, y sigue siendo, el corazón del huracán
político que azotó
México de 1910 a 1920; esa fue y es la justificación, si
es que finalmente la tiene, de la terrible violencia que
entonces se desató
sobre México.
Las matanzas, los fusilamientos, el hambre, las epidemias,
los incendios, el
saqueo, las violaciones, podrían redimirse si
finalmente la Revolución hubiera creado un México que hubiera
superado su secular división entre los pocos que tienen
mucho y los muchos que tienen muy poco. Eso fue lo que demandó el zapatismo,
lo que prometieron
en Querétaro los constituyentes de 1916, y eso fue
lo que buscó Lázaro Cárdenas al distribuir lo que en su
momento era la principal
fuente de riqueza y desigualdad entre los mexicanos:
la tierra. Pero el impulso justiciero no se sostuvo, se
pervirtió. A los porfiristas que sobrevivieron a la ola revolucionaria,
pronto se les unieron
un buen número de líderes revolucionarios y
postrevolucionarios. Para mediados del siglo ya estaban
sentadas las bases
de la nueva desigualdad o, si se quiere, ya estaba
soldada de nuevo la cadena de la desigualdad histórica.
La enorme energía desatada por la globalización actual
del comercio y las
finanzas tiene, como una de sus contrapartidas, el
aumento de las distancias que separan a los mexicanos que
pueden aprovechar
las nuevas oportunidades y aquellos que por su educación y posición en la escala social simplemente no están en posibilidad
de hacerlo. Es verdad que la desigualdad creciente no es
un fenómeno exclusivo
de México. El Informe Mundial sobre el
Desarrollo Humano de 1997 nos dice que en 1994 la distancia
que separaba al 20%
más rico de la tierra del 20% más pobre y que en 1960 era de 30 veces, hoy es de 78. Y en México, en 1995, el
ingreso acumulado por su ciudadano más rico -6,600 millones
de dólares- equivalía
al de 17 millones de los mexicanos más pobres
(Alain Gresh, "Las sombras de las desigualdades",
Le Monde Diplomatique,
septiembre-octubre, 1997). Justamente lo que la
Revolución pretendió en su mejor momento fue sacar al país
de las tendencias
mundiales en el campo de la injusticia. Evidentemente no
lo logró y hoy la estructura social de México no se distingue
de la del resto de
los países latinoamericanos donde no hubo revolución.
¿Qué queda?- A 87 años del lanzamiento del Plan de San
Luis ¿qué queda del
movimiento al que esa proclama dio inicio? Sin
pretender agotar la respuesta, se puede aventurar que permanecen,
por un lado, el escepticismo frente al resultado final
de la vía violenta como forma para transformar radicalmente la realidad
colectiva, pero por el otro, la utopía.
La Revolución Mexicana, a diferencia de las otras de antes
o después, fue más
bien modesta. No pretendió crear al "hombre
nuevo". Nunca se vio a sí misma como parte central
de un gran proceso
histórico escrito de antemano, y enmarcado por una ideología totalizadora, y que buscaba transformar a escala
mundial la naturaleza
misma de la sociedad humana. Su objetivo siempre
estuvo a la altura del ciudadano promedio y no del héroe.
Buscó simplemente
hacer del gobierno un instrumento sujeto a la voluntad
ciudadana, responsable y comprometido con los intereses
de los más desprotegidos.
Se propuso poner fin a las diferencias históricas de
clase y raza y erradicar la pobreza, al menos la extrema,
mediante la subordinación del derecho de propiedad privada a las necesidades
colectivas. Finalmente, se propuso liberar a México de
la tutela del "Destino
Manifiesto" y labrar para el país una independencia
mayor, a pesar de estar obligado a vivir a la sombra de
una gran potencia.
En suma, la Revolución Mexicana fue una lucha por la
dignidad, sin dogmatismos y con una razonable confianza
en la capacidad de
los mexicanos para ser "los arquitectos de su propio
destino". Sin olvidar las fallas, es la generosidad
de la Revolución
lo que podemos y debemos rescatar este 20 de noviembre.