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LA CONSTRUCCION SOCIAL DE LA HETEROSEXUALIDAD Y LA HOMOSEXUALIDAD: Ana Amuchástegui Herrera |
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FORO SOBRE DIVERSIDAD SEXUAL Y DERECHOS HUMANOS
ASAMBLEA LEGISLATIVA DEL DISTRITO FEDERAL
MESA: DIVERSIDAD SEXUAL, EDUCACIÓN Y CULTURA
Mayo de 1998
¿Qué podría ser más natural que nuestra sexualidad? ¿No es ella la expresión directa de nuestra biología sexual? Y por lo tanto, ¿no es cierto que el sexo de la pareja y el tipo de prácticas que llevamos a cabo están determinados por ese deseo natural que requiere de la diferencia sexual para que se dé la reproducción? Hasta hace poco, estas preguntas eran irrelevantes, pues la sexualidad ha sido considerada como nuestra esencia, como nuestra naturaleza más profunda.
1. LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DE LA SEXUALIDAD.
Sin embargo, hace ya más de dos décadas que estos cuestionamientos han surgido tanto en ámbitos académicos como políticos . Estudiosos de la sexualidad a través de la historia y en diversas culturas han argumentado, apoyados en datos de campo y documentales, que lo que definimos como 'sexualidad' es en realidad un concepto específico que se fue gestando en la cultura europea durante el siglo XVIII, y que ha visto su culminación con los discursos científicos de la medicina, la sexología y la psiquiatría del siglo XX. Este proceso de construcción de la sexualidad ha permitido, a decir de Foucault, una mayor sofisticación y precisión en el ejercicio del poder, a través de invitar a la autovigilancia y autodisciplina que propiciaron, primero, la práctica de la confesión católica y, después, la patologización del deseo y la práctica homosexual.
Si la prueba del tiempo no fuera suficiente para demostrar la especificidad histórica del concepto de sexualidad, existen abundantes evidencias antropológicas en cuanto a la diversidad de significados y valores que las culturas atribuyen a diferentes prácticas sexuales, de modo que lo que el mundo occidental denomina como 'sexualidad' no necesariamente ha existido ni existe como tal en otras latitudes.
Por ejemplo, nuestra historia cultural no sigue los mismos caminos que la europea o la estadounidense, de modo que es necesario precisar, a través de la investigación, cuál ha sido el proceso de construcción de discursos dominantes sobre sexualidad en México. Por ejemplo, Gruzinski (1987) afirma que el concepto de sexualidad no existía en la cultura antigua náhuatl y que es un artificio que el historiador tiene que usar con suma precaución para denominar una serie de actos y procesos que ahora llamamos sexuales, si no quiere imponer una categoría moderna a culturas de otros tiempos.
En todo caso, y a diferencia de los países católicos, en las culturas mesoamericanas el erotismo y el deseo sexuales no eran considerados como pecados, sino como una consolación que los dioses otorgaban a las personas para compensar sus sufrimientos en este mundo. Sin embargo, como la energía sexual era útil en ceremonias religiosas y otros actos públicos, se recomendaba enfáticamente a los sacerdotes y miembros de la clase gobernante la mesura en su expresión (López Austin, 1989). De modo que la regulación de los actos sexuales era más bien una cuestión estética que moral, e implicaba siempre consideraciones de clase. La investigación podría dilucidar si existen, en nuestra cultura sexual actual, ecos de estas construcciones y significados.
Como este ejemplo puede ilustrar, la cultura mexicana no adoptó la cultura occidental sin transformarla. Sus diferencias con ella surgen seguramente de la presencia continua y fructífera de las culturas indígenas y de las formas en que interactuaron con la Contrareforma española durante la Colonia. Además, el mestizaje y la secularización de la cultura mexicana desde el siglo XIX han transformado de maneras peculiares nuestras formas de construir la sexualidad.
Ante estas consideraciones, lo que consideramos la evidencia más contundente de nuestra pertenencia a la naturaleza es, en realidad, profundamente moldeado por fuerzas sociales. Lejos de ser el elemento más natural de la vida social, lo que llamamos sexualidad es tal vez nuestro componente más susceptible de organización, pues solamente existe a través de sus formas de expresión social. Weeks (1986) afirma que:
...lo que definimos como 'sexualidad' es una construcción histórica que reúne una serie de posibilidades biológicas y mentales - identidad de género, diferencias corporales, capacidades reproductivas, necesidades, deseos y fantasías que no necesariamente se encuentran ligadas, y que en otras culturas no lo han estado. (Weeks 1986:15*) |
Por tanto, hoy en día la sexualidad es un campo de batalla donde diferentes aproximaciones combaten y se enfrentan para lograr la hegemonía. Por un lado, la corriente llamada 'esencialismo' considera que la sexualidad es equivalente a la biología y que nuestro cuerpo sexuado determina unívocamente nuestro deseo, nuestras sensaciones y nuestras prácticas. Glándulas, enzimas, hormonas y órganos serían así los responsables de una urgencia que nos obliga a cumplir sus caprichos sin que podamos impedir su aparición. Si se analizan detenidamente, estas afirmaciones se basan en la idea de que la sexualidad reproductiva, es decir, el coito heterosexual sin prevención del embarazo, es la práctica sexual 'natural', y que todas las demás variantes no lo son y representan, entonces desviaciones que es necesario corregir. De esta forma, el deseo por el otro sexo provendría de nuestra profunda e invariable biología, mientras que aquellas personas que desean a individuos del mismo sexo serían consideradas víctimas de alguna disfunción orgánica o de alguna perversión.
Esta perspectiva esencialista, que enarbola a la heterosexualidad monogámica y reproductiva como la sexualidad natural, niega precisamente lo que nos hace humanos, es decir, la cultura, pues oculta y olvida que este modelo de pareja es producto de la organización social y de las relaciones de poder en contextos específicos. El construccionismo social, por el contrario, considera que, más que naturaleza, la sexualidad es cultura. No niega los procesos fisiológicos ni el papel de la biología en la actividad sexual, pero no los considera determinantes del deseo ni de las prácticas. Son los procesos sociales y culturales los que moldean, organizan y encauzan a la biología. Un ejemplo de ello es que, si la sexualidad fuera exclusivamente un instinto reproductivo, solamente sentiríamos deseo y excitación durante los períodos y las oportunidades de fecundación, cosa que no sucede entre los seres humanos, a quienes con frecuencia nos asalta el erotismo y los sueños de placer a veces sin mediar siquiera relación alguna con otra persona.
Uno de los pilares del cuestionamiento de la heterosexualidad como esencia natural ha sido la obra de Freud, quien legitimó la noción de que el ser humano no nace con una orientación sexual definida por su cuerpo sexuado, sino solamente con posibilidades de placer que son representadas en la pulsión sexual. Ésta, para Freud, carece de objeto y busca únicamente su satisfacción, como lo hizo evidente en sus estudios sobre la sexualidad infantil. Sin embargo, aunque reconoce esta pluralidad erótica como la base orgánica del impulso sexual, sucumbe a la tentación ideológica cuando afirma que la heterosexualidad reproductiva es la normalidad. En esta evaluación, Freud hace suya la construcción de un orden jerárquico y policíaco del deseo y el placer, pues avala lo que considera la dolorosa pero necesaria labor de la cultura para canalizar y organizar tan caóticos y amenazantes deseos bajo la supremacía de la genitalidad heterosexual.
La perspectiva que aquí presento y propongo recupera entonces la existencia de la diversidad de expresiones sexuales, cuyos orígenes no están anclados en patologías orgánicas o psicológicas, sino en la simple pluralidad de individuos, deseos y posibilidades de placer. El corolario político de esta posición es el respeto por la elección y las diferencias personales, y la lucha contra toda forma de discriminación por causa de las prácticas sexuales, lo cual es lo que nos ocupa en este Foro.
2. LA CONSTRUCCIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD Y LA HETEROSEXUALIDAD.
Ahora bien, para que la heterosexualidad reinara como norma absoluta y universal, fue necesario construir, definir, describir y estigmatizar a lo que se consideró su contrario, es decir, la homosexualidad. Según Katz (1995) el término 'homosexual' fue usado por primera vez en 1869, mientras que el de 'heterosexual' está registrado en el Oxford English Dictionary Supplement más tarde, en 1901. Lo más interesante es que 'heterosexual' era utilizado, en ese entonces, para designar individuos que tenían inclinaciones por personas de ambos sexos. Sólo más adelante y con el uso común, en el primer cuarto de este siglo, el término adquirió la connotación que tiene ahora, es decir, la del ideal sexual y erótico de la atracción por diferencia sexual.
Las prácticas, deseos y fantasías homosexuales siempre han existido, como lo demuestran los estudios históricos y antropológicos, pero sus significados no han sido siempre los mismos. Mientras que en algunas culturas la homosexualidad ha sido castigada incluso con la muerte -especialmente la masculina, en otras constituye una forma más de expresión erótica, carente de valoración moral, o inclusive parte de un desarrollo armónico de la persona, quien debe conocer las posibilidades del placer antes de llevar a cabo una elección duradera de pareja. En todo caso, la heterosexualidad es un término joven precisamente porque la sexualidad reproductiva se ha dado por sentada como natural, de modo que no había necesidad alguna de nombrarla, describirla o reflexionar sobre ella. Es solamente a raíz de los aportes del feminismo y de los estudios gay que se ha empezado a cuestionar el carácter ahistórico y universalista que se le ha dado y que ha funcionado como parámetro de exclusión y estigmatización sociales.
3. LAS IDENTIDADES SEXUALES: UN ESTUDIO DE CASO EN MÉXICO.
Las identidades sexuales son un fenómeno más reciente aún. El uso de los términos 'homosexual', 'bisexual', 'heterosexual', etc., para reunir y nombrar una serie de prácticas, deseos, e inclusive apariencias basadas en el movimiento corporal y el vestido, mismas que expresarían una esencia supuestamente definitoria de la totalidad de la persona, es un proceso de la segunda mitad de este siglo. Lo que antes y en otras culturas eran solamente acciones y deseos, se han vuelto hoy identidades totales.
Este proceso ha abierto, sobre todo en las sociedades europeas y norteamericana, la posibilidad de construir solidaridades, armar grupos y proponer acciones que despojen a la homosexualidad del carácter pecaminoso o patológico que se le ha asignado.
Hemos de preguntarnos, sin embargo, acerca de la relevancia de estas categorías para la cultura mexicana. Ofrezco a continuación datos para nuestra reflexión. En un estudio antropológico de gran rigor, Prieur (1996) convivió con un grupo de hombres que tienen relaciones sexuales con hombres en una zona de la Ciudad de México. Después del análisis de sus datos etnográficos, Prieur concluye que la construcción de la homo y bisexualidad en este grupo de personas está lejos de ser unívoca y clara, pues su definición no utiliza el objeto del deseo -personas del mismo sexo o de ambos como único criterio de clasificación.
Las categorías que Prieur recogió durante sus entrevistas implican sutilezas y diferencias difíciles de captar pues, además de tomar en cuenta el sexo de las personas con quien se tienen relaciones sexuales, se considera su apariencia 'femenina' o 'masculina' y su papel durante el encuentro sexual. La feminidad o masculinidad está definida por ciertos marcadores en la apariencia -como cierto corte de cabello, camisas floreadas, o ciertos movimientos de manos, y por la posición que ocupan durante la penetración; es decir, si penetran o son penetrados. El rol 'activo' -quien penetra está directamente asociado a la masculinidad, mientras que el 'pasivo' -quien es penetrado define la feminidad del sujeto. De este modo, la clasificación tiene como base las categorías sociales de 'hombre' y 'mujer'. Por ejemplo, el término bisexual se utilizó para hombres que tienen una apariencia andrógina y de los cuales se espera que tengan relaciones con hombres parecidos a ellos, y que puedan actuar tanto el papel activo como el pasivo durante el encuentro. Aunque el término heterosexual rara vez se usa, describe, en este medio, a alguien que es un hombre, que es llamado normal, es decir, que, además de tener un apariencia masculina, en la relación sexual solamente penetra, sea a hombres o a mujeres.
De este modo, la autora nos ofrece lo que parece un elemento fundamental de la construcción de la masculinidad en la cultura mexicana: la acción de penetrar, independientemente del sexo del compañero/a define el género masculino de una persona. Esta es la razón por la cual un hombre que penetra a otro puede no considerar el encuentro como homosexual, pues es el carácter activo de la práctica lo que define su identidad como hombre. La importancia de la 'significación simbólica de la penetración' (Prieur, 1996:95) para la masculinidad se expresa también en el albur, en el cual aquélla es permanentemente insinuada como medio de sometimiento y dominación entre hombres.
Es importante señalar que la autora no pretende considerar estas categorías como universales. Más bien, ella demuestra que hay un componente de clase en el uso que se les da. En un contexto popular como el que ella exploró, donde los hombres no tienen posibilidades de movilidad social, las imágenes y clasificaciones basadas en la penetración funcionan como marcadores de poder entre iguales. En una sociedad patriarcal como la nuestra, ser penetrado ser 'femenino' es por excelencia una humillación.
Lo que este trabajo comprueba es que las identidades sexuales acuñadas en occidente -como homosexual, heterosexual y bisexual y que han sido aplicadas indiscriminadamente a otras culturas, no funcionan como tales para algunas de las subjetividades sexuales de nuestro país. Los sujetos entrevistados por Prieur demuestran una gran creatividad para resistirse al estigma y a la segregación, además de subvertir y pervertir las categorías que los discursos dominantes quieren aplicarles.
Los resultados de este estudio señalan la importancia de investigar y comprender las construcciones sociales de la sexualidad en nuestro país si queremos diseñar y aplicar políticas públicas que preserven los derechos humanos de los ciudadanos en toda su diversidad. Por ejemplo, el diseño de políticas de prevención del SIDA que no impliquen el reconocimiento de la actividad sexual entre hombres excluye a las poblaciones que se denominan homosexuales. Por otro lado, la aplicación de una perspectiva gay, en la cual los sujetos se asumen y llaman homosexuales, seguramente tendrá muy poco efecto entre hombres que, aunque tienen sexo con hombres, no se aplican a sí mismos tal identidad. Es necesario, entonces, recurrir a las especificidades culturales de los diversos grupos para poder abordarlos en términos de prevención y educación.
4. CONCLUSIÓN
Estas reflexiones no tendrían importancia de no ser porque la construcción social de la sexualidad es más que un conjunto de ideas y discursos: es una compleja estrategia de poder que constituye sujetos, disciplina cuerpos, mandata deseos y organiza todas las relaciones sociales. En esta estrategia participa de manera determinante la desigualdad y la injusticia social, pues la pobreza y la inequidad de género se articulan de muy diversas maneras para producir un estado de vulnerabilidad social en grandes sectores de nuestra población.
La naturalización de la heterosexualidad es uno de los ejemplos de que lo personal es político, en el sentido de que nuestra intimidad, que tan ajena creemos al mundo de lo público, está marcada y moldeada por la cultura, y participa de las relaciones de poder que la caracterizan. La construcción social de la sexualidad trae consecuencias amplísimas en nuestra vida social; desde la imposibilidad y el miedo de un niño o una niña para aceptar el deseo por personas del mismo sexo, hasta asesinatos cometidos en nombre del respeto a las buenas costumbres, pasando por el diseño de políticas públicas que niegan y desconocen la diversidad que predomina en la ciudadanía.
Es imprescindible llevar a cabo acciones de Estado que promuevan una cultura sexual diferente en nuestro país. La cultura dominante no solamente existe en las relaciones entre las personas, sino que permea la calidad y el sentido de los servicios públicos de salud, la educación formal, y las instituciones de impartición de justicia. Estamos construyendo una cultura política y ciudadana diferente, en la cual la lucha por la democracia no solamente atañe a las instituciones políticas, sino a las relaciones amorosas y de pareja. Pero el advenimiento de tan anhelada circunstancia no será posible si no atendemos de manera urgente al desmantelamiento de los derechos fundamentales que la implantación del modelo neoliberal y las políticas de ajuste estructural están instrumentando. El estigma de la homosexualidad se construye, en nuestro país, dentro del contexto de la violencia y la indefensión, de la ausencia de condiciones mínimas de vida y de la desconfianza en el sistema judicial. A la descalificación de la diversidad sexual se añaden la ausencia de oportunidades educativas y laborales para construir una vida digna y un proyecto personal satisfactorio. En nuestros días, a la homofobia se suma la miseria y la incomprensible agresión contra las vidas y las culturas de los indígenas.
Es necesario, entonces, buscar las maneras de lograr que quienes están recibiendo las ganancias de esta estrategia económica, asuman también su responsabilidad social frente a la pobreza que están produciendo. Para poder cultivar y difundir la ética del respeto a las diferencias, la cual es el fundamento de toda vida democrática, es necesario que las desigualdades sociales se reduzcan y que las voces de los diferentes grupos y sectores estén en condiciones de ser escuchadas por toda la sociedad.
REFERENCIAS